Hace unas seis décadas, la vida fue mucho más tranquila. No solo en La Orotava sino en todo el mundo.
No obstante, en esa época las cosas empezaron a cambiar: la sociedad de consumo nació en Estados Unidos y se extendió también al viejo continente.
En los años 50 nacieron la música actual y el cine contemporáneo.
Poco a poco y paso a paso, los coches conquistaron el espacio público y la televisión dio sus primeros pasos.
En retrospectiva, en esos días comenzó el estilo de vida, determinado por el desarrollo tecnológico.
Sin embargo, dicho progreso no llegó a los países europeos con la misma velocidad.
En ese momento, la España de Franco fue un país aislado y en las Islas Canarias la gente sufría hambre y pobreza.
Muchas personas emigraron en barco a América o buscaron fortuna en las colonias españolas en África, ubicada a un tiro de piedra de Lanzarote.
En la actualidad, las tradiciones canarias difunden toques de magia.
No obstante, en aquel entonces, cuando esas costumbres marcaron la vida cotidiana, carecían de ese brillo.
“Entre molinos” se llamó el acto estival que revivió los años 50 de La Orotava.
La colectiva representación teatral debía su titulo a los dos molinos de gofio que aún hoy siguen en funcionamiento.
Entonces, los sacerdotes de La Orotava pidieron mucho respeto
En el día de la función, las calles y las casas entre ambos molinos se transformaron en un gigantesco escenario al aire libre por el que pasaron innumerables actores aficionados que llevaron las prendas de esa época.
Tanto de la Guerra Fría como del rock ‘n’ roll marcaron los años cincuenta.
No obstante, en La Orotava no había mucho de eso en la vida cotidiana de esa época.
En el pequeño mundo orotavense, todo tenía su lugar y cada persona tenía su papel.
El sacerdote encarnaba la autoridad religiosa dentro de la iglesia y cuando caminaba por las calles.
Los adinerados se vistieron muy elegantes y dirigieron sus negocios desde salones, llenos de muebles neoclásicos.
Desde sus despachos, disfrutaron de vistas al Valle de La Orotava, algo se pudo revivir aquel día en Casa Lercaro.
Los nombres y profesiones de artesanos y comerciantes formaban una unidad inseparable.
El curandero, el llamado “practicante”, Pedro Melían, por ejemplo, había intentado estudiar medicina en Alemania para convertirse en médico.
Finalmente empezó su carrera en una habitación de la zona de entrada del “Hospital de la Santísima Trinidad”.
La simulación de la escasa consulta de Melían y la práctica médica de la actualidad que destaca por alta tecnología no tienen nada en común.
La sencilla y oscura sala de techo alto que hay, está amueblada de una cama, un taburete, una vitrina, móviles tabiques de tela y dos mesas rodantes en las que están diferentes cuencos, recipientes e instrumentos médicos.
Una enorme jeringa se hace visible a primera vista porque los niños solían tener tanto miedo a todo tipo de médicos.
Melían, guitarrista talentoso, tocó en muchos grupos musicales a lo largo de su vida.
El comercio de La Orotava consistió de pequeñas tiendas
La farmacia, ubicada dos casas más abajo, tampoco inspira mucha confianza.
El pequeño local está dominado por una enorme caja registradora.
Em el estante detrás del mostrador no hay nada, aparte de pocos recipientes en el compartimento inferior.
Claro, las cremas y píldoras habrán aliviado el dolor y ayudado con la curación, pero en comparación con el muy amplio surtido de medicamentos de la actualidad, la gama de medicamentos de entonces parece más que pobre.
La rica oferta de los supermercados de hoy probablemente habría despertado tanto regocijo como envidia entre los clientes y comerciantes de antaño.
Los años cincuenta carecieron de laberintos formados de estanterías.
Los productos más caros tampoco fueron presentados como atractivos mediante el uso astuto de la iluminación indirecta.
Toda la población compraba en la tienda de la esquina.
Allí, un gran mostrador servía como una frontera para separar al comerciante de sus clientes.
En su superficie estaban la caja registradora, la balanza y el libro para hacer notas.
El surtido de las tiendas consistía de alimentos, producidos en la región, patatas y cereales, aceite, pan, cebolla y harina, entre otros.
Además, artículos para el hogar, platos, ollas, vasijas y baldes; útiles de jardinería, utensilios de costura y otras cosas que hacían más fácil el día a día, estaban disponibles.
Para mercancía de menor demanda, el comerciante aceptaba pedidos para pedirla en la capital insular, en la Península o en el extranjero.
Por supuesto, pasaban muchos días o semanas antes de la entrega.
Llegar a la lejana capital tinerfeña fue muy complicado
Hace unos sesenta años, en La Orotava los mozos campesinos pasaron con burros, cargados de fardos de paja, por los adoquines de las calles.
Alrededor de Casa Lercaro y Casa de Alfombras había apenas coches.
La composición de los motores de vehículos era tan simple que los camioneros podían eliminar la mayoría de las fallas por sí mismos.
Algo impensable en nuestra era que destaca por motores, controlados por la informática, que requieren especialistas con conocimientos al último nivel para ser mantenidos de forma adecuada.
Hace medio siglo, se ofrecieron en la calle servicios que hoy en día están casi extintos.
El limpiabotas esperó a los clientes sentado en su caja, los afiladores de tijeras pasaron las calles con muelas en el manillar.
El vendedor ambulante de boletos de lotería estuvo con su carrito de venta en la pequeña Plaza San Francisco, no lejos de la casa terrera donde aún está el taller sin ventanas del zapatero.
En el periodo de fiestas, los artesanos subieron una escalera para montar y adornar el alto decorado del arco de flores en la entrada inferior de la inclinada plaza.
Cuando curraron, fumaron muchos cigarrillos y en la pausa del almuerzo bebieron vino.
En aquella época, la capital tinerfeña fue un lugar lejano y de difícil acceso para los habitantes de La Orotava.
Entonces, estrechas calles serpentearon a través de montañas y valles.
Las primeras autopistas y las circunvalaciones llegaron unas dos décadas más tarde.
Probablemente por eso, la fuente de información más importante no fue, lo que ahora se conoce como “medios de comunicación”, sino la “boca a boca”.
El intercambio directo en los puntos de encuentro de la vida cotidiana, brindó noticias de primera mano.
Los lavaderos públicos de la parte alta del casco urbano eran una verdadera bolsa de noticias y cotilleos.
Hoy en día, todos los hogares están equipados con lavadoras.
Hace medio siglo, esos milagrosos aparatos no fueron nada más que un sueño en el mejor de los casos.
Es más, después de su lanzamiento al mercado esos ayudantes electrónicos para el hogar, fueron inasequibles para la mayoría de las personas.
Por eso, tanto muchas mujeres de casa como las lavanderas profesionales siguieron lavando su ropa en los largos abrevaderos.
Las últimas fueron encargadas por los vecinos adinerados.
Su personal doméstico miró cada entrega de la obra con ojos críticos.
Los sastres y peluqueros de La Orotava: ventanas al exterior
En los cincuenta, en La Orotava no hubo tiendas de moda como las sucursales de cadenas internacionales que en la actualidad dominan todas las zonas peatonales del planeta.
La gente no tenía mucho que ponerse.
Y lo que tenían era hecho a mano.
Por eso visitaba a menudo la sastrería, donde se tomaba las medidas, se ajustaban, se alargaban y se repartía la ropa.
La sastrería y la peluquería femenina eran también los únicos lugares donde se podía conocer las últimas tendencias de la moda mundial.
En cambio, sus compañeros, los barberos, que se encargaban también del afeitado, carecían de toda sutileza.
Para ellos, el aspecto práctico era mucho más importante que el estético.
En su salón, austero y sin adornos, los hombres hablaban siempre de cosas de gran importancia y significancia.
O pasaban el tiempo de espera con juegos de mesa.
(La versión alemana publicada en Megawelle, 2011- 2016)